
La noche anterior soñé mucho, pero no pude dormir, quizás era pena, preocupación o simplemente remordimiento.
Era martes por la tarde y la prueba ya estaba en mis manos. Pese a todos los protocolos y actividades de suspenso que debí tomar, no vacilé en abrir el sobre, sabía que sea lo que sea que contuviera ese papel doblado en tres, siempre había solución.
No entendí los pequeños números y letras que abarrotaban la hoja, me dirigí a aclarar la duda frente a alguna de aquellas damas de blanco que ya me mira exitada y alegre. Inicié el paso y en el medio del metro y medio de camino que tenia que recorrer hasta llegar a ella, comprendí todo. Justo donde decía positivo.
Al hombre al que por azares del destino le tocó estar abrumado a mi lado, el que debía protegerme, estar conmigo, quererme y atenerse a lo que aquel entrometido papel afirmaba; aún desconocía su contenido. El sólo me condujo raudamente hasta que llegue con firmeza frente a la dama de blanco que inmediatamente me observo con odio. Ella lo sabía, yo lo sabía, medio Perú lo sabia porque yo ya andaba llorando... pero él no.
Mientras los ojos de la enfermera me asestaban con una especie de odio, la misma ladró: Positivo, señor. Y así de rápido se perdió en medio del laboratorio y las demás pacientes, para, seguramente, seguir odiándome el resto del día.
Fue entonces que soñé mucho con bebés, con niños, con problemas, con ideas, con vergüenzas, con amor, pero no pude dormir.
Imaginarlo había sido tan fácil. En la mente no es una situación dolorosa, en el corazón no se siente nada. Dentro de los problemas, sólo se siente alivio por que es una solución. Entonces no lo haría, no lo tendría, no a mi edad; mucha ignorancia, muchas dudas, muchos planes y tantas decepciones, no podría.
Las horas iban pasando, algo crecía dentro sin anunciarse, dando pistas, dando nauseas, haciéndose vida en mi vida. Asimilando una esencia que no le pertenecía… o quizás sí. Yo podía sentir como indagaba dentro mío, pero eso no se comparaba al recorrido de malestares que aquejaban mi cabeza.
Entonces era ya miércoles y no aguantaba el peso de la preocupación, menos aun el peso de la pena; o era que no aguantaba el peso de culpa. La soledad es algo que no olvido; no era cuestión del padre o del apoyo de mi madre; este problema de soledades era entre la semilla y yo. No era momento de sermones, ya no era momento de repaso de métodos anticonceptivos, ni búsqueda de pastillas abortivas, o de nauseas o de planes, o de motivos para hacerlo o no.
Entonces escogí sentarme y no hacer absolutamente nada, simplemente me permití concentrar toda la energía entre mi hipotálamo y vientre; sentir en silencio la pena y el sopor. Acurrucarme en la idea de que no sucedía nada, o que sencillamente eso que estábamos haciendo era lo mejor. Fue en ese momento que las pastillas llegaron.
Odié profundamente al vendedor de la farmacia, aunque las necesitaba; me odié yo misma por no tener ganas de impedir lo que venia. Odie al mundo, odie la semilla. Odie con tanto esmero todo, que es inefable.
La vida se coagulaba, se desgarraba de mis paredes y luego se derramaba entre mis piernas. Así comenzó el jueves. Ya no podía sentirme culpable, ya no podía sufrir o llorar, ya no podía decirme a mi misma que era lo mejor. Era el punto donde amaba sin desear; prefería no saber que era yo la que estaba parada en el baño.
Lo perdí, porque decidí perderlo.- ¿Hay algún verbo que explique la acción de extraviar algo con conocimiento?
Sé que habrá quien me juzgue, que me digan que debí hacer o no; sé que más de uno me señalará, sé que no fui la primera y que no seré la última. El tiempo ha pasado y los resquicios de la situación siguen en mi cabeza. Casi no hay jueves que no recuerde, que soñé sin dormir, que quise sin saber, y que ame sin desear. El futuro se dibuja simple, la vida se adelanta año tras año. Miro otras mujeres preguntándome si también lo hicieron, algunas con hijos, con sus cosas, con sus esposos, exitosas.
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